22 ago 2010

El tragaluz

 La noche cubría la solitaria urbanización de la periferia de Madrid. Mario, caminaba por el tejado con la agilidad que dan los dieciséis años y la tranquilidad de saber que no había nadie en la casa. Edurne con sus comentarios, había sido el detonante de que Mario decidiera entrar en ausencia de la familia Robles. Cogería las joyas de la mujer y las convertiría en droga con la que seguir huyendo de sus vidas. –La infeliz cornuda de ese baboso, tiene un cajón lleno de joyas – le dijo mientras machacó el mortífero polvo en el cristal –. Las vi mientras me lavaba su pegajosa porquería ... el muy ... cerdo. Pero con lo que saquemos tendremos para al menos dos meses.

Carlos Robles era socio del padre de Edurne. Ambos se enriquecieron juntos y compartieron vida laboral y mucha vida privada. Tuvo a la niña en su punto de mira desde que con dos años se bañó desnudita en la piscina de su chalet. –Ven que te toque el culito el tío Carlos antes que lo haga algún desaprensivo–decía  mientras la besaba las nalgas con una ternura que escondía su lascivo placer. Cuando sucedieron los hechos Edurne tenía catorce años y su ingenuidad unida a su adicción la hicieron creer que se aprovechaba del socio de su padre, sacándole el dinero a cambio de sus favores.

Mario se deslizaba sigiloso hacia una de las terrazas cuando sintió un chasquido bajo sus pies y se hundió precipitándose en el vacío. Oyó como partía su pierna al estrellarse contra el suelo del garaje. Miró instintivamente hacia arriba y vio como le caían cristales del tragaluz que le acababa de engullir. Alzó las manos para protegerse y los cristales se le clavaron produciéndole cortes que pronto llenaron el suelo de sangre. Yacía en el suelo transido de dolor. El hueso asomaba por debajo de la rodilla. Estaba apunto de perder el conocimiento y la cabeza se le llenó de imágenes entre las que prevalecía la de su madre. Volvió a sentir el mismo escalofrío que el día que arrastraba su alma hacia Pitis, para   repostar veneno. Caminaba por la vereda que discurre junto a las vías, cuando al paso del tren la vio pegada al cristal de la ventanilla. Sus ojos incrédulos clavados en él, le dolían ahora más que la herida. Durante los dieciséis días que estuvo en el garaje balanceándose entre la consciencia y la inconsciencia, pasaron como ráfagas las alegrías que, difusas, recordaba en vida de su padre y el sufrimiento al que, tras su muerte, sometió a su madre y del que no se podía librar como un infectado es incapaz de librarse de la ponzoña que le carcome. En ese momento la infección también afectaba a su cuerpo. El pus devoraba la herida y las alucinaciones le acompañaron hasta la muerte. En su agonía pensó en Edurne y no comprendió por qué le había abandonado. No supo que la habían dado por desaparecida al día siguiente de su último encuentro. Apareció a los cinco días, desnuda y cosida a navajazos en un terraplén en las cercanías del Pardo.